Es natural que con unas mejores comunicaciones, internet y otras maravillas de la técnica, un sofisticado dispositivo presentado en California, esté en las manos del vecino a la vista de los envidiosos ojos del paisano la misma semana. Por ahí va lo que llaman globalización.
Y eso no está mal. Parece que somos capaces de tomar lo mejor del mundo en un suspiro.
Sin embargo, no puedo dejar de pensar los riegos que tiene abandonarse a esta movida planetaria. Por ejemplo, de las cosas que conlleva este sistema es que la mayoría de las compras de electrodomésticos ya no las realizamos en la tiendecita del barrio o en nuestro centro porteño. Ahora podemos pujar en una subasta online, o adquirirlo de un proveedor del que a duras penas sabemos su nombre, o dirigirnos a algún gran almacén experto en el trato “contra” el cliente (saben cómo hacer que compremos más caro, que no nos quejemos y que nos vayamos rápido) y de paso nos llenamos el carrito de material superfluo. Tampoco me olvido de los locales de todo género orientales.
Sin negar las ventajas de cada uno de estos procedimientos (celeridad, más comparativa,…) en ellos nos perdemos algo. Se trata de la vergüenza. No hay nada en el mundo de los negocios como conocer al tendero, saber que estará en el mismo barrio que nosotros y que le podemos mirar a la cara y, si llega el caso, llamarle sinvergüenza. Ese detalle es insustituible.
Otra tienda de este tipo echaba el cerrojo esta semana, cerca de la plaza. No es ni será el último. De hecho hay sectores de actividad enteros que han quedado fulminados.
Cuando estos dignos empresarios fenecen arrasados por lo que es una mala competencia somos, sobre todo, los ciudadanos los que nos quedamos desangelados sin la necesaria atención personalizada.
Hay otras costumbres ajenas a la nuestra que, no obstante, se me antojan bienvenidas (pese a las críticas de los españolísimos): Esa del Halloween, divertida y generalista. Por lo menos es truco O trato, y no truco Y trato.
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